viernes, 20 de noviembre de 2015

No hay obra pero no faltan motivos


Carlos Haya y Oriente


HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


La sectorización hospitalaria de Málaga es una abstracción administrativa, una más de tantas, cuya comprensión solo se halla al alcance de la alquimia, la cábala o de cualquier otra fuente de conocimientos profundos y misteriosos, vetados al mortal corriente y moliente. Tanto es así que los ciudadanos, los médicos, y el mundo de la ambulancia, en general, se la vienen pasando por la ojiva de la entrepierna desde que fue parida. Es una tradición de la tierra. Como los verdiales o los júas. Sin embargo, y en lo que atañe al Carlos Haya, cuando toca, toca de verdad, a rajatabla. Grosso modo, le corresponde todo lo que respira en las demarcaciones orientales de la capital, de la provincia y del mundo. Por poner un ejemplo de cada: La Palmilla, Axarquía y Moldavia.

Según el INE, en Málaga hay 392 moldavos, 198 hombres y 194 mujeres. Dos de estas últimas, madre e hija, Valentina y Tatiana (nombres supuestos), ambas residentes fijas en la ciudad, se encontraban ayer en urgencias del Carlos Haya. Detrás de ellas hay una historia que merece ser contada, aunque solo sea por su capacidad para sorprender a unos médicos tan familiarizados con las realidades más abigarradas y las situaciones más estrambóticas que puedan imaginarse.

Resulta que la señora Valentina viaja a su país, semanas antes, para pasar unos días con su familia, a la que no ve desde hace tiempo. La mala suerte, las emociones o la osadía de tentar al diablo, quién sabe, le juegan una mala pasada y sufre un ictus de considerable gravedad. Ingresa en la UVI de un hospital moldavo, donde consiguen salvarle la vida a cambio de serias secuelas. Tatiana vuela de inmediato para estar con su madre. Pasan los días y la situación se estabiliza. Valentina está inmóvil, no puede hablar. Tatiana se plantea volver a Málaga con ella; en esta ciudad tiene su vida y un buen trabajo que le permite un desahogado estatus social. Los intensivistas moldavos dan el visto bueno, pero le recomiendan transporte terrestre, por aquello de evitar las presiones de un avión. Tatiana mueve hilos: habla con un reputado jefe de servicio que, según ella, le dice “aquí vienes a tu casa”; no se refiere a su céntrico piso ni al chalet de verano. ‘Su casa’ es el servicio de urgencias del hospital Carlos Haya. Oriente le toca.



Moldavia es una república independiente resultante de la desintegración de la antigua URSS. Sin costas, aunque cercana al mar Negro, se sitúa entre Rumanía y Ucrania, a 4.003 kilómetros por carretera de la capital de la Costa del Sol, según la web de Michelín. “Molestar a mucha gente” y 7.000 euros, dice Tatiana que le ha costado mover a su madre enferma. Ha tenido que atravesar Rumanía, los Cárpatos, el Danubio, Hungría, Eslovenia, Italia, los Alpes, Francia, los Pirineos y España entera, de norte a sur. En una ambulancia. ¿Con cuántos de los migrantes sirios, que deambulan por una Europa que no los quiere, se han cruzado? ¿Habrá pensado alguno de ellos colarse en el maletero? ¿Cómo se le explica el tema a un gendarme francés que ve un terrorista yihadista en cada coche que para en el control?

Ya en el Carlos Haya, ‘su casa’, Valentina reposa en una cama del área de observación. La perplejidad inicial del médico de urgencias, ante un traslado más propio del mejor viaje narrado por Julio Verne que de un hecho real, tórnase bizquera al tener que enfrentarse, con todas las de perder, a un informe médico escrito en moldavo. Menos mal que está Tatiana, que sirve de traductora.

Pasa la noche y amanece. Llega un nuevo día. En realidad, en eso consiste un hospital: una sucesión continua de luces y penumbras, de almas dando vueltas en un carrusel que no puede parar. No hay camas en las plantas o eso dicen siempre. Los especialistas y sus residentes no saben ya a que ardid encomendarse para retrasar lo inevitable. Llega el turno de Valentina; de aquel que, supuestamente, invitó desprendidamente a su hija no se tienen noticias. En su lugar acude otro experto en enfermedades del cerebro. Se le ve cada vez más cariacontecido, a medida que estudia el caso y el periplo de las moldavas. Toma aire, se arma de valor y se inviste de autoridad científica: nada se puede hacer por la enferma, dixit. Nada que no le ofrezca alguno de esos hospitales privados con los que la seguridad social concierta unos servicios… mínimos o de bajo grado, por definirlos con benevolencia. Lo saben los ciudadanos malagueños, usualmente muy reticentes a que sus familiares terminen dando con sus huesos allí. Y, ¡oh, sorpresa!, también  los moldavos conocen la cuestión.

Tatiana tiene un nivel económico, cultural e intelectual superior a la media, salta a la vista. Sus preguntas y argumentos andan más cerca de la razón que del sentimiento. El especialista termina sacando la vara de mando: “decido que su madre va a un centro concertado, y no hay más que hablar”. ¿Acaso creía el ínclito galeno que semejante estrategia era la más correcta ante alguien que posee la suficiente determinación para hacer 4.000 kilómetros con una madre gravemente enferma? Ni el director del hospital, ausente cuando hubo que requerir su mediación, fue necesario; su secretaria convenció al doctor de que era una batalla perdida (lo mismo le habría dicho el jefe). Valentina está ingresada en… 'su casa' y su hija mantiene la esperanza porque al fin la oyó pronunciar una palabra. “Una palabra tuya bastará para sanarme”.

La Axarquía no está tan lejos como el mar Negro, pero es territorio oriental. El escáner de su hospital está averiado desde hace unos días y no se prevé una solución medianamente diligente. Nadie sabe por qué. Los enfermos que necesitan la prueba van y vuelven. O no. Nada hay que temer: en lugar de arreglar la máquina han diseñado un perfecto protocolo de traslado. Total, ¿qué son 76 kilómetros, ida y vuelta, para un paisano, comparados con los 4.000 de una europea del Este? Que se lo pregunten al que mandaron ayer con una tripa perforada.


Al que sí se le hizo un escáner sin necesidad de ambulancia fue a un joven de la zona oriental (La Palmilla es un barrio situado al este de la capital) que se pasó el día dando alaridos y retorciéndose histriónicamente, todo hay que decirlo— de dolor en la barriga. Arropado, retroalimentado, por sus familiares, al chaval se le disculpó hasta las malas maneras para con su novia. A pesar de que ni el escáner mostró evidencia de problema físico, darle el alta era casi más complicado que peregrinar a Moldavia en chanclas de verano. Llegó un punto en el que los gritos ni molestaban, de puro oírlos todo el rato. A falta de cama en lugar más adecuado, finalmente se decidió su ingreso… en Cardiología. Más de uno temió una noche de infarto para los delicados corazones de los pacientes encamados.

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