No hay obra pero no faltan motivos
Carlos Haya y Oriente
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
La
sectorización hospitalaria de Málaga es una abstracción administrativa, una más
de tantas, cuya comprensión solo se halla al alcance de la alquimia, la cábala
o de cualquier otra fuente de conocimientos profundos y misteriosos, vetados al
mortal corriente y moliente. Tanto es así que los ciudadanos, los médicos, y el
mundo de la ambulancia, en general, se la vienen pasando por la ojiva de la
entrepierna desde que fue parida. Es una tradición de la tierra. Como los
verdiales o los júas. Sin embargo, y en lo que atañe al Carlos Haya, cuando
toca, toca de verdad, a rajatabla. Grosso
modo, le corresponde todo lo que respira en las demarcaciones orientales de
la capital, de la provincia y del mundo. Por poner un ejemplo de cada: La
Palmilla, Axarquía y Moldavia.
Según
el INE, en Málaga hay 392 moldavos, 198 hombres y 194 mujeres. Dos de estas
últimas, madre e hija, Valentina y Tatiana (nombres supuestos), ambas
residentes fijas en la ciudad, se encontraban ayer en urgencias del Carlos
Haya. Detrás de ellas hay una historia que merece ser contada, aunque solo sea
por su capacidad para sorprender a unos médicos tan familiarizados con las
realidades más abigarradas y las situaciones más estrambóticas que puedan
imaginarse.
Resulta
que la señora Valentina viaja a su país, semanas antes, para pasar unos días
con su familia, a la que no ve desde hace tiempo. La mala suerte, las emociones
o la osadía de tentar al diablo, quién sabe, le juegan una mala pasada y sufre
un ictus de considerable gravedad. Ingresa en la UVI de un hospital moldavo,
donde consiguen salvarle la vida a cambio de serias secuelas. Tatiana vuela de
inmediato para estar con su madre. Pasan los días y la situación se estabiliza.
Valentina está inmóvil, no puede hablar. Tatiana se plantea volver a Málaga con
ella; en esta ciudad tiene su vida y un buen trabajo que le permite un
desahogado estatus social. Los intensivistas moldavos dan el visto bueno, pero
le recomiendan transporte terrestre, por aquello de evitar las presiones de un
avión. Tatiana mueve hilos: habla con un reputado jefe de servicio que, según
ella, le dice “aquí vienes a tu casa”; no se refiere a su céntrico piso ni al
chalet de verano. ‘Su casa’ es el servicio de urgencias del hospital Carlos
Haya. Oriente le toca.
Moldavia
es una república independiente resultante de la desintegración de la antigua
URSS. Sin costas, aunque cercana al mar Negro, se sitúa entre Rumanía y
Ucrania, a 4.003 kilómetros por carretera de la capital de la Costa del Sol,
según la web de Michelín. “Molestar a mucha gente” y 7.000 euros, dice Tatiana
que le ha costado mover a su madre enferma. Ha tenido que atravesar Rumanía,
los Cárpatos, el Danubio, Hungría, Eslovenia, Italia, los Alpes, Francia, los
Pirineos y España entera, de norte a sur. En una ambulancia. ¿Con cuántos de
los migrantes sirios, que deambulan por una Europa que no los quiere, se han
cruzado? ¿Habrá pensado alguno de ellos colarse en el maletero? ¿Cómo se le
explica el tema a un gendarme francés que ve un terrorista yihadista en cada
coche que para en el control?
Ya
en el Carlos Haya, ‘su casa’, Valentina reposa en una cama del área de
observación. La perplejidad inicial del médico de urgencias, ante un traslado
más propio del mejor viaje narrado por Julio Verne que de un hecho real,
tórnase bizquera al tener que enfrentarse, con todas las de perder, a un
informe médico escrito en moldavo. Menos mal que está Tatiana, que sirve de
traductora.
Pasa
la noche y amanece. Llega un nuevo día. En realidad, en eso consiste un
hospital: una sucesión continua de luces y penumbras, de almas dando vueltas en
un carrusel que no puede parar. No hay camas en las plantas o eso dicen
siempre. Los especialistas y sus residentes no saben ya a que ardid
encomendarse para retrasar lo inevitable. Llega el turno de Valentina; de aquel
que, supuestamente, invitó desprendidamente a su hija no se tienen noticias. En
su lugar acude otro experto en enfermedades del cerebro. Se le ve cada vez más
cariacontecido, a medida que estudia el caso y el periplo de las moldavas. Toma
aire, se arma de valor y se inviste de autoridad científica: nada se puede
hacer por la enferma, dixit. Nada que
no le ofrezca alguno de esos hospitales privados con los que la seguridad social
concierta unos servicios… mínimos o de bajo grado, por definirlos con
benevolencia. Lo saben los ciudadanos malagueños, usualmente muy reticentes a
que sus familiares terminen dando con sus huesos allí. Y, ¡oh, sorpresa!,
también los moldavos conocen la cuestión.
Tatiana
tiene un nivel económico, cultural e intelectual superior a la media, salta a
la vista. Sus preguntas y argumentos andan más cerca de la razón que del
sentimiento. El especialista termina sacando la vara de mando: “decido que su
madre va a un centro concertado, y no hay más que hablar”. ¿Acaso creía el
ínclito galeno que semejante estrategia era la más correcta ante alguien que
posee la suficiente determinación para hacer 4.000 kilómetros con una madre gravemente
enferma? Ni el director del hospital, ausente cuando hubo que requerir su
mediación, fue necesario; su secretaria convenció al doctor de que era una
batalla perdida (lo mismo le habría dicho el jefe). Valentina está ingresada
en… 'su casa' y su hija mantiene la esperanza porque al fin la oyó pronunciar una
palabra. “Una palabra tuya bastará para sanarme”.
La
Axarquía no está tan lejos como el mar Negro, pero es territorio oriental. El
escáner de su hospital está averiado desde hace unos días y no se prevé una
solución medianamente diligente. Nadie sabe por qué. Los enfermos que necesitan
la prueba van y vuelven. O no. Nada hay que temer: en lugar de arreglar la
máquina han diseñado un perfecto protocolo de traslado. Total, ¿qué son 76
kilómetros, ida y vuelta, para un paisano, comparados con los 4.000 de una
europea del Este? Que se lo pregunten al que mandaron ayer con una tripa perforada.
Al
que sí se le hizo un escáner sin necesidad de ambulancia fue a un joven de la
zona oriental (La Palmilla es un barrio situado al este de la capital) que se
pasó el día dando alaridos y retorciéndose —histriónicamente,
todo hay que decirlo— de dolor en la barriga. Arropado, retroalimentado, por sus
familiares, al chaval se le disculpó hasta las malas maneras para con su novia.
A pesar de que ni el escáner mostró evidencia de problema físico, darle el alta
era casi más complicado que peregrinar a Moldavia en chanclas de verano. Llegó
un punto en el que los gritos ni molestaban, de puro oírlos todo el rato. A
falta de cama en lugar más adecuado, finalmente se decidió su ingreso… en
Cardiología. Más de uno temió una noche de infarto para los delicados corazones
de los pacientes encamados.